jueves, 5 de noviembre de 2015

LA REBELIÓN DE LAS RATAS (LEER SIGNIFICA: SABIDURIA)



LA REBELIÓN DE LAS RATAS

Después de que se descubrieron las minas de carbón en aquel vasto territorio, llegaron de los diversos puntos de la república gentes de toda condición nacional, pero generalmente desheredados, fugitivos y vagabundos. Rondaron por entre los cultivos, acudieron hasta las casas hospitalarias, siempre abiertas al forastero, y en ellos fueron infiltrando la savia de sus pensamientos, el veneno de sus convicciones, el lenguaje rebuscado de sus argumentos.
Entonces los dueños de aquellas parcelas-verdes en invierno, doradas en verano-tuvieron que abandonarlas, entregándolas a la voracidad de los compradores. Algunos, inclusive, se vieron amenazados de muerte. Pero los más terminaron cedieron de buena gana, antes las promesas de un buen futuro de abundancia y prosperidad.
Luego de conquistada la tierra vino la invasión mecánica: camiones, palas, grúas… crujieron las montañas centenarias al sentir en base la puñalada del acero; se descuajaban con quejidos casi humanos los árboles enormes de los boscajes: las casas humildes, fabricadas de paja y barro, cayeron con sus ensueños ancestrales ante el empuje de la codicia.
No eran malas, quizás, las intenciones de los que esbozaron el proyecto. Pero a través de centenares de labios y de cerebros diversos, las palabras y los pensamientos fueron deformándose. Y aquellos hombres silenciosos y rústicos no adivinaron lo que vendría.
Ocurrió pronto. El valle estaba habitado por doce o quince familias regadas en todas direcciones: el rancho de los Morenos, la fundación de los Montoyas, la casita de los Ramírez… así por todos lados, un nombre amigo, un rostro sonriente, una mano franca. Y luego, de la irrupción del progreso, fueron decenas de familias agrupadas en barrios miserables, apiñadas como tallos de trigo. Las construcciones apresuradas  crecieron como cizaña. Casas de latón, de madera, de piedras y de cemento. Y de allí surgió el pueblo: Timbalí.
Eran rostros y conciencias distintas pero era un solo idioma. Y de súbito llegaron los extranjeros: ingleses, franceses y alemanes,… desterrados los unos, atraídos los otros por la sed de fortuna, guiados los demás por intereses de variada índole. Penetraron al valle las palabras duras, metálicas, los rostros colorados y los cabellos rubios, casi blancos. Mujeres altas y pálidas remplazaron a las hembras morenas y ardientes de antaño.
Construyeron casa de aspecto raro, con los tejados terminados en punta, con puertas de vidrio y de metal. Y fundaron, a un lado del pueblo de los trabajadores, una especie de barrio, con calles pavimentadas. Allí vivían esas pocas familias, cuyos hombres vinieron pronto a mandar a los otros, en los dueños de la tierra. Seres rubios que decían very good, invadieron las oficinas, construidas apresuradamente en las estribaciones de la montaña. Y los que antes fueran amos absolutos de aquellos rincones, de los que habían ido para siempre el sosiego y la paz, se vieron obligados a obedecer a los extraños.
Principió la explotación de carbón en gran escala. Las montañas que rodeaban maternalmente el valle contenían una incalculable riqueza. Bajo la tenue capa de verdura se ocultaban millones de toneladas de mineral. Tanto, que en cincuenta años apenas si se haría pequeña mella en su inmensidad.
Por los campos ya secos y abandonados, se tendieron los caminos metálicos. Los hombres inclinados sobre la tierra, clavaban en su vientre largas púas de acero para sostener las líneas por las que, meses después, corrían veloces locomotoras lanzando el aire sus eructos negros, arrastrando tras de sí largas filas de carros que transportaban carbón hacia la capital.
Entre los hombres atraídos por el vértigo llegó una mañana de tibio verano Rudecindo Cristancho. Era alto, delgado, de apariencia débil; la espalda inclinada siempre; los ojos bajos, la boca cerrada herméticamente; con las palabras justas para medio hacerse entender; las manos grandes, nervudas, descarnadas, largas y magras las piernas. Esto en lo físico. Y en lo intelectual, resignado hasta el sacrificio; pero no por heroísmo, sino por ignorancia. No supo nunca quiénes fueron sus padres, ni le interesó averiguarlo. Sus recuerdos arrancaban de una época muy remota: trabajaba en una finca como mandadero, y soportaba los latigazos del dueño cada vez que no cumplía cabalmente sus deberes, quizá desde entonces le nació una resignación fatal, completa, terrible, ya que su alma había sido cruelmente deformada por la vida misma.
Después de ese período doloroso se encontraba – en la cinta de sus evocaciones – trabajando como mecánico en un taller, en una ciudad lejana, ya esfumada en la memoria. Y luego Pastora… era su esposa. La conoció en el campo, en donde estaba colocado como jornalero, ganando sesenta centavos diarios. De ello hacía algunos lustros ya. Se enamoraron. La mujer era bonita. Buena hembra, como decían los vecinos.
Rudecindo se sintió fascinado por sus ojos negros, su rostro fresco y sano, su cuerpo vibrante y erguido y olor de mujer plena. Y se casaron.
Vinieron los sufrimientos, las miserias… Días enteros en que apenas tuvieron con qué comprar el pan. Después les llegó una hija. Le pusieron María Helena de Nuestra Señora de las Mercedes, pero todos, desde pequeña, le decían cariñosamente Mariena. Tenía catorce años…
Luego, nació el hijo: Francisco José de la Santa Cruz. Peor le decían Pancho, para ahorrar tiempo. Tenía doce años. Era delgaducho como el padre; pero, al contrario que él, de un carácter vivo, alegre, emprendedor; y también violento. Porque en su alma infantil, que había copiado como una filmadora las amarguras y las traiciones, brotó una chispa de rebelión que permanecía oculta, agazapada como una fiera que, en ocasiones, enseñaba las garras.
Esa era la familia de Rudecindo Cristancho. Su mujer, su hija,  su hijo… y posiblemente otro. Porque Pastora hacía ya siete meses que estaba embarazada.
Tal vez el mismo Rudecindo no supo de dónde había llegado, ni a qué. Quizá lo empujó el vértigo. Ese que llevó al valle a tantos hombres, a tantas mujeres, a tantos niños. Todos con la ilusión de una riqueza fácil, de un jornal suficiente; todos con el anhelo de vivir mejor, de dar un vuelco a la monotonía de su tránsito por el mundo. Eso los guiaba al progreso creciente de Timbalí. Una ansiedad oculta a veces, a veces manifiesta, pero siempre existente, por el cambiar de vida, por mejorar, por tener con qué comprar un traje nuevo, una silla, una mesa. Lo que, en síntesis, constituye la felicidad, conforme se conciben muchos.  Esa felicidad material, esa satisfacción de los sentidos: agua para el sediento, pan para el hambriento, ropa para el desnudo, cama blanda para el fatigado, consuelo para el afligido… todos corriendo tras de la felicidad. Y esta siempre esquiva, inasible, porque detrás de cada sueño realizado hay otro para realizar.
Fernando Soto Aparicio.
(Fragmento)














1 comentario:

  1. EXCELENTE APORTE PARA LOS ESTUDIANTES ..CON TAL DE MEJORAR SU LECTURA Y COMPRENSION LECTORA





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