LA REBELIÓN DE LAS RATAS
Después
de que se descubrieron las minas de carbón en aquel vasto territorio, llegaron
de los diversos puntos de la república gentes de toda condición nacional, pero
generalmente desheredados, fugitivos y vagabundos. Rondaron por entre los
cultivos, acudieron hasta las casas hospitalarias, siempre abiertas al
forastero, y en ellos fueron infiltrando la savia de sus pensamientos, el
veneno de sus convicciones, el lenguaje rebuscado de sus argumentos.
Entonces
los dueños de aquellas parcelas-verdes en invierno, doradas en verano-tuvieron
que abandonarlas, entregándolas a la voracidad de los compradores. Algunos,
inclusive, se vieron amenazados de muerte. Pero los más terminaron cedieron de
buena gana, antes las promesas de un buen futuro de abundancia y prosperidad.
Luego
de conquistada la tierra vino la invasión mecánica: camiones, palas, grúas…
crujieron las montañas centenarias al sentir en base la puñalada del acero; se
descuajaban con quejidos casi humanos los árboles enormes de los boscajes: las
casas humildes, fabricadas de paja y barro, cayeron con sus ensueños
ancestrales ante el empuje de la codicia.
No
eran malas, quizás, las intenciones de los que esbozaron el proyecto. Pero a
través de centenares de labios y de cerebros diversos, las palabras y los
pensamientos fueron deformándose. Y aquellos hombres silenciosos y rústicos no
adivinaron lo que vendría.
Ocurrió
pronto. El valle estaba habitado por doce o quince familias regadas en todas
direcciones: el rancho de los Morenos, la fundación de los Montoyas, la casita
de los Ramírez… así por todos lados, un nombre amigo, un rostro sonriente, una
mano franca. Y luego, de la irrupción del progreso, fueron decenas de familias
agrupadas en barrios miserables, apiñadas como tallos de trigo. Las
construcciones apresuradas crecieron
como cizaña. Casas de latón, de madera, de piedras y de cemento. Y de allí
surgió el pueblo: Timbalí.
Eran
rostros y conciencias distintas pero era un solo idioma. Y de súbito llegaron
los extranjeros: ingleses, franceses y alemanes,… desterrados los unos,
atraídos los otros por la sed de fortuna, guiados los demás por intereses de
variada índole. Penetraron al valle las palabras duras, metálicas, los rostros
colorados y los cabellos rubios, casi blancos. Mujeres altas y pálidas
remplazaron a las hembras morenas y ardientes de antaño.
Construyeron
casa de aspecto raro, con los tejados terminados en punta, con puertas de
vidrio y de metal. Y fundaron, a un lado del pueblo de los trabajadores, una
especie de barrio, con calles pavimentadas. Allí vivían esas pocas familias,
cuyos hombres vinieron pronto a mandar a los otros, en los dueños de la tierra.
Seres rubios que decían very good, invadieron
las oficinas, construidas apresuradamente en las estribaciones de la montaña. Y
los que antes fueran amos absolutos de aquellos rincones, de los que habían ido
para siempre el sosiego y la paz, se vieron obligados a obedecer a los
extraños.
Principió
la explotación de carbón en gran escala. Las montañas que rodeaban maternalmente
el valle contenían una incalculable riqueza. Bajo la tenue capa de verdura se
ocultaban millones de toneladas de mineral. Tanto, que en cincuenta años apenas
si se haría pequeña mella en su inmensidad.
Por
los campos ya secos y abandonados, se tendieron los caminos metálicos. Los
hombres inclinados sobre la tierra, clavaban en su vientre largas púas de acero
para sostener las líneas por las que, meses después, corrían veloces
locomotoras lanzando el aire sus eructos negros, arrastrando tras de sí largas
filas de carros que transportaban carbón hacia la capital.
Entre
los hombres atraídos por el vértigo llegó una mañana de tibio verano Rudecindo
Cristancho. Era alto, delgado, de apariencia débil; la espalda inclinada
siempre; los ojos bajos, la boca cerrada herméticamente; con las palabras
justas para medio hacerse entender; las manos grandes, nervudas, descarnadas,
largas y magras las piernas. Esto en lo físico. Y en lo intelectual, resignado
hasta el sacrificio; pero no por heroísmo, sino por ignorancia. No supo nunca
quiénes fueron sus padres, ni le interesó averiguarlo. Sus recuerdos arrancaban
de una época muy remota: trabajaba en una finca como mandadero, y soportaba los
latigazos del dueño cada vez que no cumplía cabalmente sus deberes, quizá desde
entonces le nació una resignación fatal, completa, terrible, ya que su alma
había sido cruelmente deformada por la vida misma.
Después
de ese período doloroso se encontraba – en la cinta de sus evocaciones –
trabajando como mecánico en un taller, en una ciudad lejana, ya esfumada en la
memoria. Y luego Pastora… era su esposa. La conoció en el campo, en donde
estaba colocado como jornalero, ganando sesenta centavos diarios. De ello hacía
algunos lustros ya. Se enamoraron. La mujer era bonita. Buena hembra, como
decían los vecinos.
Rudecindo
se sintió fascinado por sus ojos negros, su rostro fresco y sano, su cuerpo
vibrante y erguido y olor de mujer plena. Y se casaron.
Vinieron
los sufrimientos, las miserias… Días enteros en que apenas tuvieron con qué
comprar el pan. Después les llegó una hija. Le pusieron María Helena de Nuestra
Señora de las Mercedes, pero todos, desde pequeña, le decían cariñosamente
Mariena. Tenía catorce años…
Luego,
nació el hijo: Francisco José de la Santa Cruz. Peor le decían Pancho, para
ahorrar tiempo. Tenía doce años. Era delgaducho como el padre; pero, al
contrario que él, de un carácter vivo, alegre, emprendedor; y también violento.
Porque en su alma infantil, que había copiado como una filmadora las amarguras
y las traiciones, brotó una chispa de rebelión que permanecía oculta, agazapada
como una fiera que, en ocasiones, enseñaba las garras.
Esa
era la familia de Rudecindo Cristancho. Su mujer, su hija, su hijo… y posiblemente otro. Porque Pastora
hacía ya siete meses que estaba embarazada.
Tal
vez el mismo Rudecindo no supo de dónde había llegado, ni a qué. Quizá lo empujó
el vértigo. Ese que llevó al valle a tantos hombres, a tantas mujeres, a tantos
niños. Todos con la ilusión de una riqueza fácil, de un jornal suficiente;
todos con el anhelo de vivir mejor, de dar un vuelco a la monotonía de su
tránsito por el mundo. Eso los guiaba al progreso creciente de Timbalí. Una
ansiedad oculta a veces, a veces manifiesta, pero siempre existente, por el
cambiar de vida, por mejorar, por tener con qué comprar un traje nuevo, una
silla, una mesa. Lo que, en síntesis, constituye la felicidad, conforme se
conciben muchos. Esa felicidad material,
esa satisfacción de los sentidos: agua para el sediento, pan para el
hambriento, ropa para el desnudo, cama blanda para el fatigado, consuelo para
el afligido… todos corriendo tras de la felicidad. Y esta siempre esquiva,
inasible, porque detrás de cada sueño realizado hay otro para realizar.
Fernando
Soto Aparicio.
(Fragmento)
EXCELENTE APORTE PARA LOS ESTUDIANTES ..CON TAL DE MEJORAR SU LECTURA Y COMPRENSION LECTORA
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